miércoles, 30 de marzo de 2011

El último cigarro.

Después de un día duro, Ella llegó a la esquina donde al caer cada noche, fumaba su primer cigarro después del trabajo.
Era el premio que, entre la humedad, el ruido de los coches, y la noche recién nacida, creía merecerse.
Trabajaba once horas diarias lavando los platos de un restaurante de moda,
fregando los suelos de todo el edificio, viendo como amanecía afuera, en las calles, con fiereza, un día más.
Su sueldo era menor por ser extranjera, como si por ello debiera justificarse semejante humillación, como si no tuviera palabra, ni voz, como si el silencio fuera su destino por haber nacido en un país “no desarrollado”.
Sus manos tras los años estaban arrugadas como garbancitos, y parecía menguar de tamaño con el tiempo.
Si como algunos dicen, somos antorchas luminosas, en ella se iba apaciguando la luz y el candor de antaño poquito a poco, con la cadencia de una vieja canción que se sabía de memoria.
Veía a los niños yendo al colegio de la mano de sus padres, oía sus ecos lejanos, sus quejas, veía sus legañas, olía sus cabellos de Nenuco e imaginaba sus pequeñas bocas manchadas del cola-cao de las ocho.
Pensaba en sus hijos. Sabía que estaban lejos y les sentía entonces, si cabe, más lejanos.

Había sacrificado el ver crecer a sus hijos por poder darles una educación, por poder ver en un futuro que se le hacía eterno, cómo prosperaban gracias a sus días encerrada en aquél lugar tan lúgubre y solitario.
No tenía tiempo para crear vínculos, no había hecho más que una amiga, Manuela, dulce, dulcísima Manuela de ojos de grillo.

Hablaba con su familia a veces, y entonces su mundo cobraba sentido, e imaginaba el olor de los potajes que su madre solía hacerle, el vapor de la cocina de barrio inundando los pasillos, el ceviche a orillas del mar, el arroz con marisco y un poquito de ají, no mucho, que nunca había sido amante ella del picante.

Recordaba también las blancas ropas tendidas en los balcones, las cantutas color frambuesa desfalleciendo en los balcones coloniales, la primavera eterna, el poderoso sol de su Latinoamérica.
Pensaba en la suerte que habrían tenido sus amigas del colegio,
en qué sería del primer novio que besó aquella mañana luminosa tras la misa de mediodía.
Aquél domingo ella pensaba en su futuro.
Escogía nombres para sus hijos, nombres de poderosos reyes incas,y construía mentalmente una casita colorada y de cal, como las que dibujan los chiquillos, en que vivirían ella y hasta sus nietos, todo el mundo sería bienvenido.
Qué feliz sería haciendo punto en la terracita, bajo la sombra del sauce llorón.

Recordaba sus largas trenzas de antaño, azabache, tacto de seda, y sus vívidos vestidos floreados, sus camisas de hilo para el verano..
Hasta creía escuchar la cumbia de las berbenas en cada rincón de su cuartucho de limpiar, con olor a desengrasante.Con hedor a desencanto.

Jamás se quejó, sin embargo, pues aún conservaba la capacidad de soñar despierta hasta crear su propia realidad, y eso, en estos tiempos, era más que nada.

Y la llama se apagaba, pero sonreía, cándida,virgen en el lamento,
porque sabía, estaba segura, como le dijo un día su abuela Graciela,
de que las buenas personas siempre tienen suerte.

Y esa tarde, concretamente esa tarde, alguien le dió el empujón que necesitaba, y según terminó la jornada, fue a una agencia de viajes a coger un billete para semana santa a su Latinoamérica hermosa.

Posiblemente para siempre.
Imposible volver tras abrazar a sus hijos otra vez,
paladear el sabor de su arrocito con ají,
pero no mucho,
que nunca había sido amante ella del picante.

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