viernes, 20 de septiembre de 2013

Aiguë vide

Aquél Septiembre volvió a sangrarle el corazón.


Su alma sonó como las cuerdas de un violín amargo,
un maullido profundo que arañó el papel de las paredes,
se vaciaron sus ojos en el decrépito silencio.
Repasó su mente la última espiral, el cuerpo se deshizo.
El sueño siguió al hastío, rezando se durmió.

Comenzó la razón a abandonarle y en un brote seco deseó arrancarse las uñas con los dientes, entregarse a las hienas cuando sintió el vacío tras la entrega total.

Y maldijo el paso del tiempo, las conexiones nerviosas, los olores, las cosquillas, la música, el sol de invierno, el queso, las jodidas libélulas, las confesiones, los putos principios y los precipicios y  la ciencia ficción y los corazones de lana y el interruptor que no se encendía a la primera y el jabón de niños y los puñeteros niños, y  la bondad, y la risa.

Pero sobre todo odió el amor compulsivamente, con una rabia profunda e inextinguible. Taquicárdica.

Yacería inerte
hasta ver desaparecer el reino de papel que construyeron
tan débil
hasta que no quedase ni una luz encendida.
Esperaría que la fe se apagara junto al deseo y hendida en la tierra
caería en la cuenta de que esta muerte había ganado a todas las demás.

Inventó un nombre para que él no pudiera volver a llamarla
y en el fondo del océano, lejos de la emoción y del sonido,
buscó en la putrefacción el final de una chispa insuficiente.





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