viernes, 24 de diciembre de 2010

Noche en la tierra.

Eran sobre las ocho de la tarde, salía de trabajar después de cinco horas con ganas de llorar.

Trabajaba en un restaurante pijo del centro, frecuentado por nuevos ricos y muchas personas a las que lejos de importarles lo que cenarían, les interesaba terriblemente decir a sus amigos del trabajo o de "poteo"dónde había sido el elenco, y cómo el precio estaba directamente relacionado con la exclusividad del lugar y la calidad de las trufas y los rollitos de Idiazabal.

Pero también había personas que acudían para celebrar algo importante, que disfrutaban del momento, de la música ambiental, de las cucharadas de toffe de la tarta de nueces, que se miraba a los ojos y reía, o conversaba sin dar tregua al silencio, ante las que sentías cada vez que les pedías la comanda que estabas interviniendo en algo sagrado.
Otras parejas aprovechaban los sofás para tocarse una vez el vino les subía a la cabeza, y con los papos colorados y disimulando en vano , él recorría las medias de su pareja haciendo que ésta se sonrojara con razón.

En las mesas reinaban cuencos cristalinos con orquídeas fucsias y caían del techo grandes lámparas de mimbre tahilandesas a juego con las flores.
Los clientes paseaban por el suelo de inamculada moqueta gris como volando, y llegaban a las mesitas acogedoras guiados por gente como yo.

En la entrada un gran árbol navideño muy hortera llamaba la atención sobre el resto de los objetos, y cada vez que lo rozabas, pedacitos de nieve artificial dejaban el suelo perdido.

Yo, como novata, era la que debía de limpiarlo, con escoba, con una aspiradora nueva que no funcionaba, y finalmente, con mis manos, torpe y rápidamente, antes de que grandes ejecutivos de los bancos más importantes dieran comienzo a los grandes banquetes de empresa.

Debíamos tratarles como a reyes, como a seres superiores por su nombre y posición , limpiar con pala dorada las migajas de la mesa antes del postre , y responder a vocativos como "rubia"(en mi caso) o "chata" , siendo extremadamente serviciales y sumisas.

Sí, éramos casi todo mujeres, de edades y condiciones dispares, más de la mitad ya madres, y algunas hasta abuelas. Si en todos los lugares se pueden hacer estudios sociológicos, el personal de un restaurante de estas carácterísticas es idóneo para ello.

Camareras encantadoras que te tratan como a su nieta, que te protegen y persiguen hasta la saciedad, o bien cuarentonas que dejaron su casa y sus estudios con diecisiete años y te consideran una niñata a la que tienen manía porque tú aún estudias y tienes el mismo trabajo que ella, y con la mitad de experiencia puedes hacerlo decentemente.

No me juzguéis insensible. Si alguien que me dijera eso valiera la pena como persona podría hacer hasta que me saltaran las lágrimas y tuviera ganas de abrazarle, pero desgraciadamente suele ser el perfil de persona que no te escupe de milagro, por lo que habitualmente no siento demasiadas ganas de abrazarles.

Siempre la misma historia, personas que se crecen y te someten a sus órdenes, miradas y comentarios despectivos porque han trabajado "EN MÁS DE VEINTE BARES DE NOCHE Y NO SABES GUAPA LO QUE SE SUFRE Y LO QUE HE TENIDO QUE PASAR ALIMENTANDO A MI HIJO PEQUEÑO COMO MADRE SOLTERA MIENTRAS TÚ CURRAS PARA TUS PUÑETEROS CAPRICHOS Y ERES UNA DESPISTADA QUE NO MUEVE EL CULO.." etc etc..

Pero por suerte, aparece un ángel de la guarda que te salva y te envía una mirada cómplice o te guiña el ojo o te da un empujoncito para que no te desesperes ante esa mujer despiadada que te humilla sin que te hayas siquiera dirigido a ella.


Casi todas habían estudiado para "somelier" o "metre" menos yo, que aún estando en medio de dos carreras no demasiado agobiantes debía sacar tiempo de debajo de las piedras para ganar el dinero suficiente para viajar, la mayor de mis pasiones.

Aquél día los extras, por lo visto, ya no podíamos apoyar siquiera los platos en las mesas de los ejecutivos agresivos, solamente nos permitían llevar bandejas de un lado para otro, sin descanso, unas bandejas más anchas que nuestros cuerpos, y que pesaban sin platos como un muerto.

Me extrañó el nuevo cambio, pero bueno, sin rechistar, (como no puede ser de otro modo)llevé como una mula todas aquellas bandejas, siendo consciente de que en pocos días parecería la hija menor de Swarzeneger.
El caso es que una vez las mesas ya estaban por el postre, ya cansada, pregunté si podía hacer otra cosa.

De mala manera me contestaron que llevando bandejas se me iba a poner "el culo muy duro" con sorna, y bueno, en ese instante me pregunté que coño hacía en ese lugar, y por qué dejaba que me torearan de ese modo.

Muchas veces he sentido en la hostelería que para ser respetada como una chica joven (para ellos novata), siendo algo despistada (para ellos cometedora de actos imperdonables), debía de parecer hiperactiva, borde, y hasta chula.
En realidad siempre parece ser así, debe parecer que sabes lo que haces aunque no sea así, y tienes que asentir, demostrar y sobre todo, marcar ciertas distancias para que la gente no se sobrepase.

Lo que supong que aún no saben pero sí sospechan es que soy joven pero no gilipollas.

Tras salir del trabajo, con olor a mantel chino en el pelo, a fritanga, y con los brazos reventados, fumé en la calle, con un frío siberiano, el mejor cigarro de la semana, y maldiciendo los primeros cinco minutos a todo el personal de ese puñetero palacete gastronómico, recibí una llamada que me salvó para salir de la ciudad y comprar regalos navideños en tiempo record.

Había una luna llenísima y un cielo despejado perfecto, y se me pasó toda al mala uva y me dió por reírme como una idiota, tampoco me quedaba otra, pensé.
Por suerte, según me habían comentado, había cervezas a 2X1 en un acogedor irlandés, algo que me motivó, puesto que llevaba todo el día con unas ganas de evasión que hacía tiempo que no sentía y me apetecía estar rodeada de cervezas y voces conocidas.


Resultó aquella una noche curiosa y efusiva,
de reencuentros y conversaciones etílicas sobre todo y sobre nada.

Fue el solsticio de invierno más raro de todos,
intenso pero inocente,
lleno de vaho y humo de fresa.
Triángulos irracionales y música perfecta, en el lugar perfecto, con una mezcla de escalofríos congelados dotados de absurdas emociones.
Paletas rotas y raras miradas verdes entre vasos de chupitos llenaron los bares palpitantes.

Bonito, como todo lo irreal.

Y en ese lugar del desayuno de las ocho, las siete diferencias con pintalabios, por fin, fueron encontradas.

Al igual que los abrazos rotos en una encrucijada de calles conocidas sin vuelta atrás.


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