miércoles, 5 de enero de 2011

Y al tercer día, resucité.

Llevaba ya varias semanas mi alma enferma,
mi cuerpo había quedado reducido a cenizas,
como queriendo acompañar al espíritu ,
solidarizándose con mi estado anímico, que en ruinas,
estaba durando más de lo normal.

No ví la luz durante tres días y dos noches, sofocando mis desequilibrios térmicos con duchas curativas de palabras prohibidas, dejando la cafeína, serenando con música mi cuerpo envenenado.


Tan sólo intenté que la balanza emocional fuera positiva por primera vez desde hace mucho.

Entre los escasos metros de ese espacio que, como toda buhardilla, tienden a ser rellenados con la luz de la ciudad, (pero que áhora había desaparecido)
, me enclaustré entre las tinieblas para dejar de tener miedo a estar sola.

Solía decir que no temía a la soledad. Es fácil decirlo cuando no estás nunca sola.
Cuando te enfrentas a una soledad voluntaria que más que creértela,
te hace autoengañarte para que pienses que no necesitas el calor humano,
que eres a fin de cuentas, libre.

Todo mentira.
En las tinieblas aprendí que comprendo mejor a los atormentados que huyen de los demás para estar totalmente aislados.

Amé esa temporada en el infierno,
a medio caballo entre la locura y la máxima cordura,
intentando entender el mundo y al ser mejor que nunca.

Me hice preguntas que no me había planteado antes,
escuché mejor lo que mi cabeza y mi cuerpo me pedían,
en el silencio.

También huí algunas veces de las respuestas obtenidas.
Me escudé en la gente que me quería bien, me alejé de la crítica, la repudié.

Toqué con los dedos la euforia de los sonidos de las cosas, de la alegría sana y sencilla que brota porque sí, sin que nadie pueda controlarla.
Podía por un instante controlar mis ansiedades, mis arrebatos, respirando.

No pensaba en nadie que pudiera estar pensando en mí.
Es curioso cómo hay veces que pasas largas temporadas buscando algo de tí ahí fuera, cuando la solución al problema está delante de tus narices.
Justo ahí, esperándote.

Una vez la tocas no quieres separarte de tu parte oscura, de tus ásperos silencios,
de tus opacos pensamientos, que dejan entrever todo lo que importa en esta vida.

La voz ahumada y cálida de la soledad te atrapa. Nadie parece poder hacerte daño.
Juegas con tus recuerdos a tu antojo, te los inventas y los destruyes y los vuelves a crear como quieras.

Esa familiaridad intacta te arropa y te engaña, diciéndote que eres mejor persona de lo que te consta ser.
Y todo porque no sufres más que con el pensamiento como único sentido.
Nada duele si te escondes.
Pero hay que ser fuerte para controlar el pensamiento, o tener un borrador muy bueno en el cerebro,para demoler pensamientos dolorosos.

Volví a sentir la euforia en mi regazo y la precipitación de la alegría con fiereza en mis venas granates, atestadas de pasiones sin fin.
Me sentí, con una energía que era emanada directamente de mi cuerpo, que me mareaba.
Sin cafeína, sin estímulos externos, sin nada.

Era sólo yo, con la mayor corriente de fuerza y destrucción que había visto antes en mí.

Y volví al cristal de la última vez, donde hace unos años, consumiéndome entre velas y melancolía, logré levitar.
Hasta que caí.
Y tuve que Aferrarme sin querer a lo que me hacía todavía esclava de la miseria humana.

Me tocó el amanecer las puntas de los dedos, mis pestañas fueron transpasadas por el último rayo de sol posible, los ojos se me entornaron hasta parecer amarillos.
Temblé y con la piel del invierno de pelos erizados, mis secos labios entreabiertos simularon un suave suspiro de lamento.

Fui capaz de llorar al fin como sólo me es permitido cada ciertos años raros.
Vomité la angustia hasta quedar sin aliento.

Tal vez fue una señal.
Tal vez los sonidos del mundo, incansables, quisieron acurrucarme para que no tuviera frío,
para curarme el alma, para devolverme los sueños que ya nunca más tuve.

Tal vez me estaba llendo de este mundo poquito a poco,sin hacer ruido, descalza, lentamente, mientras todos dormían en vida..


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