martes, 11 de enero de 2011

Y cruzaron los dedos para que no fuera la última vez.

A mediados de Enero Laura había encontrado el equilibrio
por primera vez en su vida.

Fue aquél un Enero pasado por agua y templado,
con vapores y humos de coches ruidosos embriagándole el corazón ,
asesinándole los pulmones llenos antes de pureza oxigenada.

Todo le iba mejor que peor,
la verdad es que no podía quejarse, porque era muy afortunada.

Gozaba de buena salud junto a los suyos,
disfrutaba de todas las pequeñas y hermosas cosas de su rutina,
tales como un amanecer bonito o un paseo a la noche por la ría alumbrada por farolas rotas.


Su familia le quería bien,
aunque no fueran capaces de entender su modo de vida como ella quisiera,
tenía muchos concocidos y algunos buenos amigos en que apoyarse,
pero tenía un problema con todos ellos, sobre todo con los primeros:

Cada vez que alguien le impresionaba o le llegaba al alma
aunque fuera un poquito,
no podía sacárselo de dentro,
a menos de que ellos no soportaran su manera de querer.
Se le adherían las personas como una enredadera a las entrañas,
y ya no podía desligarse de ése vínculo nunca más.

Toda forma de alejarse era en vano,
sus lazos con el resto de los mortales permanecían unidos,
fuera de toda lógica ,
fuera de todo sentimiento romántico si se trataba del otro sexo,
solamente quería crecer acompañada,
formar parte de muchas vidas,
construyendo la suya propia aprendiendo del resto.

Le gustaba rodearse de personas muy diferentes entre ellos,
para descubrir poco a poco cómo todos se equivocaban al juzgar,
por eso cada día intentaba hacerlo menos,
por todas las sorpresas que había descubierto en las personas.

Le encantaba ver cómo todos compartían grandes vínculos en común,
pensamientos calcados, aunque creyeran que los habían inventado ellos,
preocupaciones similares, miedos compartidos.
Le gustaba que la gente abriera su corazón como ella lo hacía,
a bocajarro, confiando la vida en el oyente,
haciéndole vibrar con la verdad a flor de piel.

Y aunque le frustraba perseguir algo constantemente,
rara vez les envidiaba, excepto algún día en que dormía sola y quería un cuerpo al que abrazar.
Pero no a cualquier cuerpo.

Le gustaba escuchar historias de buenos cuentacuentos,
con el don de la palabra o un buen sentido del humor.

Claro que, tampoco era ella nadie para hablar sobre el amor.
O al menos, al intentar conseguirlo le salía siempre el tiro por la culata.
Se metía en líos contraproducentes, intensos y tormentosos,
que le llevaban a querer efímeramente
acabando su interior o el del otro,
hechos un trapo.

La gente, entraba y salía de su corazón como Pedro por su casa,
pero nadie se quedaba por mucho tiempo en él,
sobre todo cuando ya había otro inquilino
aunque rara vez hubiera sucedido.



Su madre decía que tenía el corazón como una alcachofa,
podía ser,
pero también era por su genética así de enamoradiza
y una sobresaltada sentimentalmente.
Una teatreta dramática que lloraba poesía
o por una imagen conmovedora que le desgarrara por dentro.



A veces los hombres no entendían su manera de querer.
Se enfadaban porque ella no podía darse a ninguno.
A ninguno que le hubiera querido antes que ella a él.
Y así, entre relaciones caóticas y profundamente emocionales,
se iba quedando con los amigos que le veían sólo como a un alma semejante,
y no como a un cuerpo de mujer.

Todavía quedaban de esos por el mundo.

Enero cumplió sus catorce días,
y de repente, en el único momento de su vida en que se había equilibrado,
en el único día en que no pensó con fuerza en el amor,
encontró a alguien que le dejó muda por primera vez.

Y eso era difícil.

Y no hubo un primer paso,
nadie tocó primero al otro.

Y sin saber nada de la vida,
ni del amor,
se encontraron en un espacio paralelo,
lleno de música y noches en vela acompañados,
de nervios y éxtasis que te aprieta el pecho dificultándote respirar.

Amanecieron la mitad de un año siameses,
unidos por la línea de la vida que acababa en el otro,
dos obsesos de la libertad que habían elegido la provisional
en un invierno poco preciso, en que sus seguridades frente a todo,
se derrumbaron como en un efecto dominó épico.


Y una cosa sucedió a la otra,
y lo que parecía un futuro lejano se hizo ahora,
y sus esperanzas se rompieron contra el suelo,
haciendo más ruido, arañando más que miles de cristales rotos en al piel.


Pero no iba a ser la última vez de desayunos compartidos.
No sería la última despedida ni la última mentira.
Quedaba mucho dentro de los cuerpos como para separarse entre silencios.

Y no hizo falta hablar esa tarde del año siguiente.
Mereció la pena la duda, el sufrimiento, la pérdida.

Y nadie estuvo seguro nunca más de nada,
con la seguridad de ser amados fue más que suficiente.

Y así, se encontraron en otro mundo, en que pudieron empezar de cero a reinventar el amor que jamás se había extinguido de sus cuerpos vivos, que jamás había desligado al otro del pensamiento, que era eterno.

Y como todo lo eterno, hermosamente complicado, como ellos, cuyas miradas habían acertado al encontrarse aquella vez, en el aula que parecía vacía aun estando abarrotada, polvorienta, de gélidos suelos y calor incadescente levitando sobre las cabezas.

Afuera llovía suavemente, y un reloj marcaba incansable el tiempo del que disponían..


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