viernes, 20 de marzo de 2015

El sueño, sigiloso, dirige nuestros días manejando las pasiones que buscamos, pero el día en que silencian ese coro de luces alumbrando los caminos, quizá quepa preguntarse si la niña que moría por creer en lo imposible, te ha soltado la mano para siempre.

Amanda  no tenia tiempo para reflexionar sobre sus sueños.
Despertaba, agredida por una chillona alarma, poseída por una nebulosa de sensaciones sin macerar,
y actuaba mecánicamente, repitiendo cada pequeña y diaria acción sin ahondar demasiado en percepciones del pasado sobre lo bueno y lo terrible de la vida.

Sentíase solo viva cuando escuchaba gemir a un violonchelo, o alimentándose en sus espacios íntimos de letras y de vino, cerrando ciclos y destruyendo amaneceres que se desplegaban ante sus ojos cuando se dejaba, desprevenida, empapar por un ensueño profundo de efímera nostalgia que el pasado, siempre cicatrizando, siempre volviéndole a sangrar, le provocaba, sin piedad, y sin preguntas.

Hacía ya tiempo, quizá demasiado tiempo, que no sentía el calor de una mano en toda su extensión, el calambre de unas falanges recorriendo su cuerpo aún joven, estremeciéndola de amor y de confianza.

Él había sido como entrar en una cocina de leña, de esas que aún se conservan en pueblos remotos, cuyos suelos calientes de madera le hacen a uno sentir pisar la arena en el comienzo del estío.
Con aroma a recién hecho, capaz de componer todas las grietas entre azulejos a medio pintar, fue el amor, luego la herida, pero siempre le recordaría como ese inesperado ángel de ojos alargados que le descubrió la inmensidad del horizonte aquél verano inenarrable.
La vulnerabilidad vino después, como suceden las cosas bellas y profundas de este mundo, lentas, mudas, sigilosas, dejando un espacio progresivo de vacío que el llenarse provoca en las almas más sensibles.
Cuánta nostalgia de música y de cuentos, cuanto silencio almacenado en alambiques infinitos de los sueños que a veces, cuando menos lo esperaba, volvían a estrecharle la alegría.

Nunca antes, jamás en su vida, había comprendido lo que significaba, en su más amplio sentido, el derramarse. Siempre había evitado, con cautela, ese fluido volar, ese perderse en la vorágine sinuosa del encantamiento ilimitado.
Por eso ahora, sus mañanas sin color, se sumaban al violento calendario, sintiendo que al haberse raído ya sus alas, albergaba dentro una sed de sueños que jamás volverían a nacer.
De nada sirvió apaciguar sus recuerdos de otoños suspendidos en la recóndita memoria, de nada sirvió caer mil y una veces en el foso de lo imposible.

Todo lo que vino después, se tradujo en una suerte de emociones sin nombre ni apellido, que a nadie podía describir, ya que extraviadas en el depósito del miedo, nunca volverían a tomar su forma primigenia.


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