lunes, 4 de julio de 2011

Triste lenguaje del aire es el ocaso.

Lo que hubiese dado porque esa plaza fuera la de la última vez.
Pero no lo era, y de repente, alguien me preguntó, como si me conociera, como si leyera mi mente:
-¿De qué te escondes?
Y yo le sonreí, y pensé:
-De qué, sino de mí?

Tras horas deambulando por calles que ya pertenecen a mi memoria,
y a mi pequeña historia personal, en la lejanía, un rumor siniestro y hermoso me paralizó la sangre.
Sonaba mi nocturno favorito de ese genio, Chopin, que tantas veces me había acompañado el pasado invierno.

En aquella callejuela estrechísima y solitaria no penetraba el calor
y las sombras nacían del suelo, como plantas difuminadas enredándose en las paredes.
Frente a mí un museo de arte precolombino, faroles apagados y oxidados,
y el cielo color cobre cayendo condescendiente anunciando en silencio la luz de la tarde.

Exultante, de repente, reparé en la importancia de las manos.
La belleza que poseen las rugosas manos del artesano,
las manos de cuando la niña ya es mujer,
las manos de la vejez,
las pequeñas articulaciones de los niños.

Obras de arte capaces de remover al ser humano,
de hacer despertar lo inesperado,
manos que han de escoger entre el bien y el mal
manos imprescindbles, hipersensibles.

Toca una pieza oscura que cala hasta la profundidad de los cuerpos,
y los empapa de notas tenues y poderosas.

Intenso y tormentoso, hasta agobia.
Recuerda a una mansión junto al mar, mágica y tenebrosa,
donde lo peor del ser humano se esconde, y las mejores historias de amor, traición y de muerte tienen lugar.

El artista comulga con la vida de este modo,
y toca el cielo cuando en el éxtasis,
la escala musical y el aire se confunden, haciendo a la ropa tendida bailar,
y el mundo parece depender de sus dedos y lo que le salga de las entrañas en forma de caricia.


Sonaban monedas en una caja de vino antigua, cuyas betas, en la madera, realizaban espirales imposibles.
Carcomida por el tiempo, y seguramente por el olvido, había viajado esa caja más que el viento,  había sido testigo de hermosas piezas sobrecogedoras y tenues,
música para la nostalgia.

Como contraposición a la estampa, la ciudad hacía a ratos de artificio y escaparatismo barato globalizado,
pero esto era real.

Lo que tocaba en ese instante era oscuro y desgarrador,
aparentemente frágil pero amargo y fuerte,
como a veces lo somos las mujeres, tiernas, esquivas,
bellas en sus contradicciones.

Los ojos turquesas del pianista se cierran cansados tras cristales circulares,
cuyo rededor es un fino hilo dorado.
Las canas no importan,
su corazón parece gritar por medio de la única vía que le es posible.

Algunos queremos escucharle eternamente, y sentados, en la acera,
le miramos, con los ojos cerrados y el polvo del aire en nuestros párpados,
inmunes al paso de las horas, de las prisas, de los males de nuestro tiempo.

Ante toda contraindicación, ante todo lo que en este siglo raro implica,
aquí se respira algo intacto y novelesco,
y tengo esperanza, y creo en la eternidad,
elevándome con las notas al ocaso infinito que la vida representa.

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