sábado, 9 de agosto de 2014

Cuando reina el silencio.

Tras las espirales forjadas del balcón, veía pasar el tiempo.
Un tiempo, que sin embargo no era tal, pues frente a dicho balcón, un reloj que reinaba sobre la ruidosa y eterna calle Breteuill -calle que nunca supo pronunciar- marcaba siempre la misma hora.
Las doce y veinticinco.
A medida que te aproximabas al punto exacto del espejismo desde el que podrías vislumbrarla, la Assotiation Republicane Anciens Combatients, un restaurante de moda llamado Orgasme donde se detenía el grueso de los transeúntes que por allí deambulaban, carteles sin pintura, paredes llenas de restos de carteles, tiendas en las que vendían todo lo que uno pueda imaginarse. Suciedad.
La albahaca yacía muerta junto a sus sandalias, muerta a causa de la densidad atmosférica,de la contaminación acústica y del bochorno perenne que la doblegaba, sumisa, hacia una muerte irremediable.

Muerta porque nunca la regó.

El cielo nunca es homogéneo en esta ciudad, como tampoco es una la sensación que puedas llevarte de ella, como tampoco es definible, amable o detestable tanto caos, tantas ratas, tanta miseria y tanta maravilla confluyendo en el mismo breve instante en que tu mirada se posa en cualquier insignificante cosa.

Es curioso como cuando nada buscas, cuando a nadie pretender encontrar, tus pensamientos flotan sobre el mercado árabe, junto a los olores que jamás utilizaste, y se mezcla con la podredumbre, la putrefacción y el olor mudo de los enormes girasoles.

Hay demasiado que observar, por lo que uno se volvería loco en un intento de abarcarlo todo con unos sentidos tan limitados como los humanos. Captaría que es verano, eso sí, y que para ser Agosto las calles están sumidas en un embotellamiento continuo a lo largo de la tarde, en que el olor a falafel, los acentos, los colores de la piel y los tambores, junto al puerto, conforman un espectáculo delirante, y te ensimisman incapacitándote para el juicio formal, preconcebido.
Como si tu identidad no fuera más que aquella que tú hayas elegido, sin ecos que vaticinen que seas lo que creíste ser. Ni los gritos, ni la violencia, ni el pasado pueden ahora con esa caja que llevas dentro, con toda la hermosura del ahora, pero esta vez sin lastres, sin huellas, sin angustias ni agonías.

Y coexistes junto a rostros sucios y sudados, esquivando manos vacías y párpados quemados cuyos ojos te atraviesan con su fuego.
Todo se detiene aquí, nada existe y nada prevalece, y la inalterable quietud en que se mueven nuestros cuerpos mantiene tu mirada perdida, pero a la vez alerta, quizá mires hacia el puerto, hacia el suelo, pero no al conjunto, porque si quisieras una visión completa de este mundo, los rostros perderían su forma, convirtiéndose todo en una paleta indescifrable.

Parece que la ciudad te está gritando, que cuando no puedas con la vida, la aceptes como es, que cuando no tengas el control, porque todo parece suceder fuera de las lindes de tu reino, lo aceptes, sin querer modificar ese diminuto mundo conocido, conviviendo pacíficamente con lo que ha de ser.

El mejor medicamento es el viento mistral, cuya magia, cuya fuerza, te encoge el alma, te sana el alma, te revuelve sin dolor para recordarte que no se puede vivir sin emociones.

Llueve. Y unas ninas morenitas, cuyos rizados cabellos se desploman sobre sus desnudos hombros, salen al balcón para admirar el milagro. Y lo hacen como si fueran algo demasiado importante como para no detenerse en el proceso, y este gesto de amor por el agua, por la vida que se crea gracias a este acto, te hace pensar ipsofacto que parecen ser las únicas que saben dónde está el valor intrínseco de todo, dónde hemos de mirar para comprender mejor lo esencial, desechando todo lo que nos es ajeno.
Bajo su balconcito, los adultos pasean sus rostros alegres, ya que pronto llegarán las ansiadas vacaciones.
Arriba, las chiquillas, parecen haberse evaporado.

Pero vuelven, portando un par de tazas, y bajo el chaparrón de verano, en medio de la tensión mojada en que se ha convertido el aire, colocan bajo la tormenta sus tacitas para llenarlas de ese agua, que poco después beberán, entre risas, encantadas.

Todo parece luz aunque la tormenta eléctrica tiña cada rincón de una intensa incertidumbre tenebrosa.
Y entonces me doy cuenta de que es la primera vez, durante meses, en que tengo ganas de llorar.

Porque una venda me impedía vislumbrar la importancia de lo esencial al considerarlo excéntrico, la hermosura de los actos como este. Las miro boquiabierta y se acallan entonces todas las voces que partían de mí, que giraban sobre mí, que me alimentaban incansablemente.

Y siento por primera vez en mi vida que sólo en el silencio podré encontrar la plenitud que durante tanto tiempo le fue negada al hombre.

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