domingo, 31 de julio de 2011

Sólo sé

Ha pasado ya algún tiempo desde aquél instante, porque fué uno, porque siempre lo supe, en que monopolizaras mi vida,
desde el que probablemente estuvieras debajo y tras todo acto, toda palabra, escrita y mentada, toda la belleza, todo acorde y letra, todo atardecer y paisaje.
En el olor de la tierra y la lluvia del asfalto, en el mundo que dejaste y era tuyo.

Desde el primer momento no cupo duda,
no dudé y me lancé como siempre hago, hacia ninguna parte aferrada a tu mano,
sin futuro, sin frenos, apostándolo todo por lo que éramos.

Hoy sé, sé como nunca lo he sabido,
como algo que emerge desde dentro,
entre la pena y la crudeza de la verdad,
que no hay manera ya de estirar esta goma que se ha roto,
que no da más de sí, que somos nosotros girando sobre nuestro eje y el del otro,
cambiando las distancias y transformándonos en el tiempo, pero al fin y al cabo, condenados a vivir del recuerdo, como románticos que en el fondo y pese a todo creo que seguimos siendo.

Entramos juntos en esta juventud brillante y prometedora,
y ahora, algo más realistas, protegidos o inmunizados
vemos que cambiamos, que la gente no permanece inmóvil,
nadie lo hace por nadie,
a nadie se le para el corazón por demasiado tiempo.

Basta de frases hechas y de revolver una llama en la negrura,
crecer supone saber limitar lo que es pasado y lo que no,
sentir que se puede estar solo,
no prometer en balde cosas que jamás serán consumadas.

Algo me duele dentro mientras escribo pensando que mi corazón está cansado a pesar de su corta edad,
que necesita reestructurarse, y volver a brillar con constancia y sin trampas para alguien que consiga como sólo tu puedes,
hacerme llorar vomitando el alma.

martes, 5 de julio de 2011

Sencillamente..cierto.

No era mi intención acercarme tanto.
Pero la vida no entiende de cautelas, ni de espacios,
no entiende de tiempos ni de momentos,
y te hace traspasar líneas ya olvidadas,
que por cualquier circunstancia,
no tenías pensado atravesar.

Siempre estuviste ahí, detrás, sin ruido, pero presente,
iluminando los jueves tras el éxtasis del teatro,
acompañándome con la sonrisa por las calles que conocemos desde siempre,
en las que hemos vivido por separado más de veinte años,
en las que nos hemos visto sin vernos, tan cerca y tan lejos,
como hasta hace apenas este tiempo que ya nos pertenece.

Te quedaste conmigo.
Entendiste lo pequeño y mi distraida mente de palabras.
Y la magia.
Conseguiste, como te he visto hacer tantas otras veces,
que me sintiera mejor de lo que soy,
que creyese que todo lo que hacía era bueno e importante,
que somos necesarios y brillantes,
que merecía la pena dejar a la amante soledad por el tiempo compartido.

Nunca pensé demasiado,
latías como un foco de calor por detrás de mis días de conflictos y de horarios,
pequeño sol humano que la naturaleza había creado para aliviar los días tristes.

Entre clases, cervezas y cigarros compartidos,
entre líos, confusiones, entre líneas, entre tanto,
parecimos encontrarnos.

No fué importante la fecha, aunque hubieras nacido ese día,
aunque algo hubiera nacido hacía ya tiempo,
y nuestros ojos estuvieran cegados por la prisa.

Tuvimos tantos estímulos alrededor,
que nos olvidamos de nosotros,
de dejarse llevar,
de que no hay nada peor para encontrar algo que buscarlo.

Posiblemente no fuera yo tu tipo,
y tú el mío sí, o que tampoco,
pero lo cierto es que fué bonito desde siempre,
y tan poco retorcido que el mundo parecía estar ahí creado para nosotros.

Y de repente,
nos invadió algo nuevo y cristalino,
como los cuerpos desnudos en el centro de las olas,
respirando, atrapando los destellos del último rayo de Lorenzo.

Hicimos fotos con los ojos,
y bailamos, ligeros, riéndonos de todo,
torpes,
sin orgullos ni prejuicios,
encendiendo con los besos lentos las mejillas,
simplificando la vida y lo que importa,
que no es nada más que la buena compañía,
que eres tú, ciertamente, hasta el último milímetro.


Te solía ver, a lo lejos, sonriéndole hasta al aire,
tu creías que yo sonreía desde siempre,
pero no,
me contagiabas tú desde cualquier rincón del universo
con esos imperecederos holluelos gigantescos.

Porque contigo no echo de menos las palabras,
porque nunca han hecho falta,
brindo por todo esto,
y sólo espero,
que no leas ni una sola línea
para que sobre mi eterna verborrea.

Si nos tenemos,
compartiéndolo todo,
bajo la inmensa pero aún creciente,
hermosa Catalina,
que más podemos pedirle a la vida?

lunes, 4 de julio de 2011

Triste lenguaje del aire es el ocaso.

Lo que hubiese dado porque esa plaza fuera la de la última vez.
Pero no lo era, y de repente, alguien me preguntó, como si me conociera, como si leyera mi mente:
-¿De qué te escondes?
Y yo le sonreí, y pensé:
-De qué, sino de mí?

Tras horas deambulando por calles que ya pertenecen a mi memoria,
y a mi pequeña historia personal, en la lejanía, un rumor siniestro y hermoso me paralizó la sangre.
Sonaba mi nocturno favorito de ese genio, Chopin, que tantas veces me había acompañado el pasado invierno.

En aquella callejuela estrechísima y solitaria no penetraba el calor
y las sombras nacían del suelo, como plantas difuminadas enredándose en las paredes.
Frente a mí un museo de arte precolombino, faroles apagados y oxidados,
y el cielo color cobre cayendo condescendiente anunciando en silencio la luz de la tarde.

Exultante, de repente, reparé en la importancia de las manos.
La belleza que poseen las rugosas manos del artesano,
las manos de cuando la niña ya es mujer,
las manos de la vejez,
las pequeñas articulaciones de los niños.

Obras de arte capaces de remover al ser humano,
de hacer despertar lo inesperado,
manos que han de escoger entre el bien y el mal
manos imprescindbles, hipersensibles.

Toca una pieza oscura que cala hasta la profundidad de los cuerpos,
y los empapa de notas tenues y poderosas.

Intenso y tormentoso, hasta agobia.
Recuerda a una mansión junto al mar, mágica y tenebrosa,
donde lo peor del ser humano se esconde, y las mejores historias de amor, traición y de muerte tienen lugar.

El artista comulga con la vida de este modo,
y toca el cielo cuando en el éxtasis,
la escala musical y el aire se confunden, haciendo a la ropa tendida bailar,
y el mundo parece depender de sus dedos y lo que le salga de las entrañas en forma de caricia.


Sonaban monedas en una caja de vino antigua, cuyas betas, en la madera, realizaban espirales imposibles.
Carcomida por el tiempo, y seguramente por el olvido, había viajado esa caja más que el viento,  había sido testigo de hermosas piezas sobrecogedoras y tenues,
música para la nostalgia.

Como contraposición a la estampa, la ciudad hacía a ratos de artificio y escaparatismo barato globalizado,
pero esto era real.

Lo que tocaba en ese instante era oscuro y desgarrador,
aparentemente frágil pero amargo y fuerte,
como a veces lo somos las mujeres, tiernas, esquivas,
bellas en sus contradicciones.

Los ojos turquesas del pianista se cierran cansados tras cristales circulares,
cuyo rededor es un fino hilo dorado.
Las canas no importan,
su corazón parece gritar por medio de la única vía que le es posible.

Algunos queremos escucharle eternamente, y sentados, en la acera,
le miramos, con los ojos cerrados y el polvo del aire en nuestros párpados,
inmunes al paso de las horas, de las prisas, de los males de nuestro tiempo.

Ante toda contraindicación, ante todo lo que en este siglo raro implica,
aquí se respira algo intacto y novelesco,
y tengo esperanza, y creo en la eternidad,
elevándome con las notas al ocaso infinito que la vida representa.

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